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martes, 25 de octubre de 2016

La lucha de un principe

Guerra. La última opción que debería escoger cualquier ser vivo. Es difícil tomar la decisión de luchar, y encaminar a todos los tuyos hacia la muerte. Porque solo eso habrá, muerte. No habrá victoria, ni conquista, porque, ¿De qué sirve conquistar y dominar al enemigo, si los amigos caídos en batalla no estarán ahí para compartirlo?  No hay victoria si algunos de los tuyos, así sean pocos, han sido derrotados. Cuando todo empiece, te subirás a lo más alto de la cúspide de la batalla, y solo admirarás como los tuyos  se revuelven entre el enemigo, formando algo que pronto será una masa de cuerpos y sangre. Verás la destrucción, disfrutarás con cada enemigo abatido, pero también sufrirás al ver la vida de cada amigo apagándose, esos amigos con los que sobreviviste, entrenaste, reíste, compartiste tantas aventuras y buenos momentos, y ahora, no puedes hacer más que ver como los has llevado hasta su muerte. Todos caen, uno por uno, muchos resistirán, pero poco a poco, mientras contemplas, te darás cuenta de que más de la mitad de los que conocías ya no están. Solo dominará el caos, el ruido de los metales chocando espada contra espada, los temblores, las explosiones, los derrumbes, las llamas brotando de distintos lados, y los gritos de lucha y de agonía de todos los guerreros. No habrá vuelta atrás, no habrá oportunidad de despedirse, de lamentarse, solo podrás ir ahí y luchar con todo lo que tengas hasta que llegue el final. Y ya te lo he dicho, el único final, es la muerte. Y aun así, señor, escoges la guerra, sabiendo, que no hay victoria que conseguir. ¿Por qué?

—La decisión es mía, y mía será la lucha. Iré yo solo —contestó el príncipe con abatidas palabras.

—Sabia decisión, señor. Se entregará al enemigo para liberarnos de este conflicto eterno.

—No. No me entregaré —dejó de darle la espalda al custodio, y lo encaró con su penetrante y fría mirada—. Ganaré. Ganaré en honor a todos ustedes, que bajo mi responsabilidad están —no dijo más. Tomó su espada de fuego, y salió del cuarto oscuro, dispuesto a llegar frente al enemigo.


No fueron necesarias más palabras de consuelo. Pues, en torno a unas horas, al visitar el campo de batalla, el custodio no encontró lucha alguna, solo había cuerpos despedazados y lagos de sangre por todos lados a donde mirase. Y, en el centro de todo aquel destrozo silencioso, estaba, de rodillas, su fiel príncipe, descansando su espada contra el suelo contaminado de muerte.

No fue necesario mover un ojo, el príncipe supo que le observaba—. Hay victoria si nadie de los nuestros ha caído, ¿Cierto?


—Cierto, señor. Hemos ganado.