—Guerra. La última
opción que debería escoger cualquier ser vivo. Es difícil tomar la decisión de
luchar, y encaminar a todos los tuyos hacia la muerte. Porque solo eso habrá,
muerte. No habrá victoria, ni conquista, porque, ¿De qué sirve conquistar y
dominar al enemigo, si los amigos caídos en batalla no estarán ahí para
compartirlo? No hay victoria si algunos
de los tuyos, así sean pocos, han sido derrotados. Cuando todo empiece, te
subirás a lo más alto de la cúspide de la batalla, y solo admirarás como los
tuyos se revuelven entre el enemigo,
formando algo que pronto será una masa de cuerpos y sangre. Verás la
destrucción, disfrutarás con cada enemigo abatido, pero también sufrirás al ver
la vida de cada amigo apagándose, esos amigos con los que sobreviviste,
entrenaste, reíste, compartiste tantas aventuras y buenos momentos, y ahora, no
puedes hacer más que ver como los has llevado hasta su muerte. Todos caen, uno
por uno, muchos resistirán, pero poco a poco, mientras contemplas, te darás
cuenta de que más de la mitad de los que conocías ya no están. Solo dominará el
caos, el ruido de los metales chocando espada contra espada, los temblores, las
explosiones, los derrumbes, las llamas brotando de distintos lados, y los
gritos de lucha y de agonía de todos los guerreros. No habrá vuelta atrás, no
habrá oportunidad de despedirse, de lamentarse, solo podrás ir ahí y luchar con
todo lo que tengas hasta que llegue el final. Y ya te lo he dicho, el único
final, es la muerte. Y aun así, señor, escoges la guerra, sabiendo, que no hay
victoria que conseguir. ¿Por qué?
—La decisión es mía, y mía será la
lucha. Iré yo solo —contestó el príncipe con abatidas palabras.
—Sabia decisión, señor. Se entregará
al enemigo para liberarnos de este conflicto eterno.
—No. No me entregaré —dejó de darle la
espalda al custodio, y lo encaró con su penetrante y fría mirada—. Ganaré.
Ganaré en honor a todos ustedes, que bajo mi responsabilidad están —no dijo
más. Tomó su espada de fuego, y salió del cuarto oscuro, dispuesto a llegar
frente al enemigo.
No fueron necesarias más palabras de
consuelo. Pues, en torno a unas horas, al visitar el campo de batalla, el
custodio no encontró lucha alguna, solo había cuerpos despedazados y lagos de
sangre por todos lados a donde mirase. Y, en el centro de todo aquel destrozo silencioso,
estaba, de rodillas, su fiel príncipe, descansando su espada contra el suelo
contaminado de muerte.
No fue necesario mover un ojo, el
príncipe supo que le observaba—. Hay victoria si nadie de los nuestros ha caído,
¿Cierto?
—Cierto, señor. Hemos ganado.